Noticias en Línea. Lo imposible ha ocurrido.
Joaquín Guzmán Loera, El Chapo, uno de los mayores narcotraficantes del
planeta, se ha fugado. El líder del cártel de Sinaloa, de 58 años, se escapó a
las nueve de la noche del sábado del penal de máxima seguridad de El Altiplano
por un túnel de 1.500 metros. Un pasadizo, iluminado y ventilado, por el que se
ha venido abajo el orgullo de las fuerzas de seguridad mexicanas.
La magnitud
de la obra, que tenía hasta rieles para sacar escombros; la peligrosidad del
reo, que sólo necesitó ir a la ducha para desaparecer, y la impunidad que
revela todo el increíble plan de huida sitúan al Gobierno mexicano ante el más
grave de los retos y ponen en duda su capacidad para hacer frente a su enemigo
público número uno. Su captura hace un año, considerada como un éxito sin
precedentes en la lucha contra el narco, se enfrenta ahora a su reverso. Y lo
que es peor, a la imparable sospecha de que recibió ayuda desde el interior del
presidio. Todo el personal de la prisión, hasta ahora la más segura de México,
ha sido retenido y 18 funcionarios están siendo interrogados en la capital.
El túnel, fruto de meses de trabajo, desata
todo tipo de preguntas. ¿Cómo es posible horadar una cárcel de máxima seguridad
sin que nadie se dé cuenta? ¿Cuánto tiempo transcurrió hasta que se dio la voz
de alarma? ¿Con qué apoyos internos y externos contó El Chapo? El Ejecutivo
mexicano fue incapaz de aclarar ninguna de estas cuestiones. El titular de la
Comisión Nacional de Seguridad, Monte Alejandro Rubido, visiblemente afectado,
se limitó a leer un comunicado con los datos básicos y recordar que se había
puesto en marcha un protocolo de seguridad. Este plan incluyó el cierre del
aeropuerto de Toluca, en el Estado de México, donde se ubica la cárcel, así
como el despliegue de cientos de policías. Doce horas después de la fuga, el
operativo no había dado ningún resultado.
La cárcel de El Altiplano, a una hora en
coche del Distrito Federal, forma parte de las leyendas carcelarias mexicanas.
En sus 27.000 metros cuadrados se mezclan desde el alcalde de Iguala, José Luis
Abarca, hasta criminales como Servando Gómez Martínez, alias La Tuta, líder de
los Caballeros Templarios; el despiadado Edgar Valdez Villarreal, La Barbie;
Héctor Beltrán Leyva, El H, o Miguel Ángel Félix Gallardo, El Padrino, el padre
de los grandes narcos, incluido El Chapo. De sus rejas jamás se había escapado
ningún reo. Considerado inexpugnable, el penal está sometido a vigilancia
excepcional y, al menos en apariencia, impone a los presos un intenso control.
Este hecho ha motivado episodios tan ambivalentes como la carta firmada en
febrero pasado por todos los grandes capos en la que se que se quejaban de sus
“indignas e inhumanas” condiciones.
La huida de El Chapo, cuya extradición a EEUU
había sido denegada por no haber riesgo de fuga, derriba de cuajo este mito y
vuelve a poner a las fuerzas de seguridad mexicanas en la situación previa al
22 de febrero de 2014. Ese día, los comandos de la Marina detuvieron al capo en
el departamento 401 del Condominio Miramar, frente al malecón de Mazatlán, en
Sinaloa. La captura puso fin a una larga e intensa búsqueda que se había
acelerado una semana antes, cuando estuvieron a punto de atraparle en su casa
de seguridad de Culiacán.
Salvado por la puerta de blindaje hidráulico, que le
dio unos minutos de oro, pudo huir a través de un pasadizo que desembocaba en
las alcantarillas. Acompañado de su escolta, el teniente desertor Alejandro
Aponte Gómez, El Bravo, decidió huir a los cerros de Sinaloa, el corazón de su
imperio. Pero antes quiso ver a su esposa, Emma Coronel, y a sus hijas gemelas.
Las pistas acumuladas y las intervenciones telefónicas (más de 100) permitieron
a las fuerzas de seguridad localizarle. El Chapo entró en el hotel de Mazatlán
en silla de ruedas, disfrazado de anciano. Cuando los comandos irrumpieron en
la habitación, se había ocultado en el baño. Eran las 6.50. Sobre la cama
quedaron una maleta rosa, un bote de champú y un montón de ropa desperdigada.
Había sido arrestado sin un disparo.
La captura puso entre rejas a un narcotraficante
que desde su rocambolesca fuga en 2001 era considerado prácticamente intocable.
Guzmán Loera sólo había sido detenido anteriormente, en Guatemala en junio de
1993 durante una operación bajo mando mexicano. En aquel entonces ya era un
capo importante. Un hombre de orígenes paupérrimos y que escribía con
dificultad, pero cuya sangre fría le había hecho prosperar a la sombra del
líder del cártel de Guadalajara, Miguel Ángel Félix Gallardo, apresado en 1989
y que precisamente ocupa celda en El Altiplano. Tras esta primera detención en
Guatemala, permaneció siete años en prisión, hasta que la noche del 18 de enero
de 2001, oculto en un carro de lavandería, se escapó de la cárcel de máxima
seguridad de Puente Grande, en Jalisco. Al menos 71 personas, entre ellas
numerosos funcionarios, participaron en la fuga.
Fue entonces cuando empezó su verdadero
ascenso. Rompió con sus socios y desató la guerra contra otros cárteles. A
sangre y fuego su poder fue creciendo. No hubo límite en esta expansión. Se enfrentó
a los temibles zetas, libró una oscura batalla en Ciudad Juárez, doblegó sin
compasión a los cárteles más débiles. Abrió nuevas rutas internacionales para
la cocaína. Sus años dorados fueron el infierno de México. Era la guerra. Y el
Estado respondió con la movilización del Ejército. El país entró en estado de
choque. Mutilaciones, decapitaciones, asesinatos en masa se volvieron moneda
corriente, mientras en la cúspide del dolor, El Chapo acumulaba una fortuna
que, según Forbes, le situaba entre los hombres más ricos del país. El niño
criado en las estribaciones de la Sierra Madre oriental, el agricultor de
modales torpes, se había convertido en el señor oscuro de América.
Su poder era excesivo. El Departamento del
Tesoro de EEUU estableció que controlaba a lo largo de 10 países una red
criminal formada por 288 empresas y miles de operadores. Y su capacidad letal,
cristalizada en un ejército de sicarios, ponía en cuestión al mismo Estado. Una
inmensa maquinaria se puso en marcha para someterle a la ley. Por ello, cuando
llegó su caída, fue vista no sólo como un triunfo del Estado de derecho, sino
como el principio de fin de la vorágine y el ocaso de una era, la de los
grandes señores de la droga.
Bajo estas coordenadas, el Gobierno de
Enrique Peña Nieto ha conseguido en dos años y medio acabar con los principales
capos que simbolizaban este reto. El primero en caer fue Miguel Ángel Treviño,
el Z-40, el hombre que pobló México de decapitaciones y que en sus orgías de
sangre aseguran que llegaba a morder los corazones de sus víctimas. Luego
llegaron muchos más, como Nazario Moreno, El Chayo, cabecilla de la narcosecta
de Los Caballeros Templarios; su sucesor La Tuta, y en marzo pasado Omar
Treviño Morales, el Z-42. Estos éxitos han sido presentados como una seña de
identidad del Ejecutivo y han hecho creíble un combate que durante años se
movió entre el escepticismo general. La fuga del penal de El Altiplano y sus
más que previsibles repercusiones políticas, van a zarandear de firme estos
logros. El Chapo vuelve a estar libre. El Estado mexicano se enfrenta, de
nuevo, a su mayor enemigo.
Fuente:El Páis
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